sábado, 14 de enero de 2006

El ajedrez de la vida

Aquella noche había conseguido acostar, casi con malas formas al pequeño. Enseguida se puso a envolver y a colocar regalos debajo del siempre agradecido árbol. La casa de tres plantas y la chimenea del salón eran testigos fieles y callados de las comodidades y del lujo.. Como siempre, o como acostumbraban ambos de un tiempo a esta parte, intentaba compensar las pocas atenciones al chaval con regalos de todo tipo. La Play y 5 juegos eran las estrellas de la noche. Sin embargo un regusto, una mirada a aquella foto de la infancia encima de la decorativa chimenea, le hizo pensar en sus ocho años.

Cuando chico, él siempre se despertaba temprano. Bueno, realmente, era incapaz de dormir aquellos cinco de enero. La emoción siempre le podía cuando se trataba de desenvolver regalos y de mirar debajo del árbol. Con apenas ocho años demostraba una gran viveza y mucha habilidad para algunos juegos. No era un superdotado, ni mucho menos, pero sí un niño vivaracho, dicharachero y despierto, tanto que le costaba prestar atención a las cosas cotidianas. Sus padres, que querían mantenerse, de momento ajenos a las modas se ilusionaban para tenerlo cercano a que siguiera cultivando la imaginación. Por eso, junto a algunos sencillos libros, le regalaron un ajedrez.

Emocionado por los libros, por raro que parezca, se decantó por La Guerra de los Botones, un libro clásico de Pergaud donde dos pandillas de colegios rivales disputaban el control del bosque, de las chicas y de lo más importante, el orgullo. Tanto se metió de lleno, que el ajedrez tardó tiempo en ser utilizado. Sus padres, conocedores ambos de reglas básicas y de los movimientos, aventuraban que podría ser una manera eficaz de que mejorara ese déficit de atención y que por tanto, aumentara su capacidad de concentración. Al menos, consiguieron enseñarle movimientos y algunas jugadas y al final fue una de sus más queridas aficiones.

El cansancio y haber terminado recordando aquellos años le hizo acostarse. Mal que bien, terminó de envolverlo. Nadie podía ayudarle. Su prepotencia y su arrogancia de la adultez le habían hecho separarse de su mujer y renegar de su familia.

A la mañana siguiente bajó al garaje, desempolvó el ajedrez y se lo enseñó a su hijo. Con apenas ocho años la indiferencia le hizo acto de presencia: la Play le había enajenado, quién sabe por cuánto tiempo.

Cogió, resignado, el ajedrez. Avergonzado por un juego tan rústico en una casa tan moderna lo montó en su sofisticado despacho. Él siempre habia jugado con negras. Sin embargo aquel día, muchos años después de su última partida descubrió que no tenía ni reina negra ni alfiles negros. En su lugar aparecieron majestuosos reyes que apenas podían avanzar de casilla en casilla, timoratos e inquietos, con mucho miedo, sin saber qué hacer. Así jamás podría volver a jugar al ajedrez. Su hijo entonces ya había abierto el tercero de los juegos, aburrido por los otros dos. Se notaba en sus gritos que no se conformaba y que no soportaba ser incapaz de perder.

Él seguía con su juego, con su viejo ajedrez. Y pensaba en la reina negra y dónde podría estar. Una reina puede moverse libremente, guía la partida, arrastra a las otras fichas y salta por todos lados, puede con casi todo que se le ponga por delante. Y qué decir de los alfiles, los bravos guardianes, aquellos cuyo único objetivo, que no era poco, era trazar diagonales, líneas más largas que las rectas, menos convencionales... más arriesgadas en definitiva.

Torció el gesto. El grito de su hijo maldiciendo el cuarto de los juegos apenas le inmutó. Su juego de ajedrez, sus piezas negras, ya no se podrían jamás mover como antes: ni libres y guiadas por la reina ni podrían arriesgarse con los alfiles. Le quedaban los reyes timoratos, ahora, sin reina, poco valientes; la torre que siempre duda con estrictas líneas rectas; el caballo que salta en ele, con movimientos, pues, muy cortos, y los peones, desorientados ante la situación, con pasos muy lentos, intentando avanzar.

Al fin, la puerta del despacho se abrió con cierta soberbia. Su hijo había descubierto que los juegos de la consola no le gustaban. Como un perro sediento de sangre pedía más, en un pozo sin fondo, no era capaz de discernir, con ocho años, lo justo de lo injusto, tener todo a no tener nada, así que de pobreza, de solidaridad o de humildad ni hablamos. Entre dos aguas, sorprendido por la reacción del chaval, lo comprendió todo: su ajedrez estaba incompleto, avanzaba con pasos lentos, como el rey, sus peones (su siempre ocupado trabajo, su tele, su pantalla de plasma, y hasta su hijo, les marcaban el tempo de la educación), sus torres se desmoronaban y caían ante las blancas, ante la sociedad, a las primeras de cambio.

No tenía reina que le acompañara y que le aconsejara, ni alfiles que se arriesgaran y se partieran la cara por él. Comprendió, al fin, que estaba solo y que ya era demasiado tarde. Su hijo, desorientado por la reacción, apenas acertó a gritar y a pedir ayuda, cuando descubrió, que aquel estruendo era el suicidio de su padre.

1 comentario:

Ricardo Chao Prieto dijo...

Bonito cuento de navidad.