Día de los Difuntos
Como todos los días que conllevan de fondo cierta necesidad de estar imbuido por tradiciones o dentro de creencias religiosas en otras ocasiones, la celebración del Día de los Difuntos –por cierto, ese mismo día en el que cada vez más adolescentes y menores de edad variados se pilla su primera borrachera, quizás para enterrar su inocencia- es un hecho desigual en la sociedad. Incluso muchos de los que lo celebran se suman al negocio que supone la venta de flores y cuidado de nichos, lápidas y tumbas –bendito negocio, dirían otros.
La mayoría, sin embargo, como día de recogimiento y por tanto personal suele celebrarlo a su manera y con su toque personal. En mi caso, ya que no he dicho lo que haría en caso de ser el argentino del Metro de Barcelona, no me gusta visitar cementerios, como tampoco me supone una gran alegría visitar hospitales o residencias de mayores. Sin embargo, dentro de nuestra a veces restringida libertad, podemos ejercer nuestra condición de ciudadanos como queramos. Incluso también pueden ejercerla los familiares de incinerados: revisando fotografías, acudiendo al lugar adonde se arrojaron sus cenizas.
Solo me queda una duda, mártir duda: la de saber cómo siguen celebrando ese día las miles de personas en España y en el mundo –si es que es una celebración mundial, y ya por tanto son dos dudas- que tienen a familiares desaparecidos, que ignoran el paradero de sus cuerpos, que les ocultaron su muerte, que vivieron de espaldas a una realidad insalvable y traumática…
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